miércoles, 8 octubre, 2025
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Qué hay detrás del Lula versus Trump en la ONU

El discurso de Luiz Inácio Lula da Silva en la apertura de la Asamblea General de Naciones Unidas, el pasado 23 de septiembre, fue algo más que un alegato sobre Brasil. Fue una pieza cargada de significado geopolítico, en la que el presidente brasileño se presentó como un defensor global de la democracia frente a lo que llamó “autócratas en potencia”.

No mencionó nombres, pero el mensaje tuvo dos destinatarios obvios: Jair Bolsonaro, ya condenado por intentar un golpe de Estado en 2022, y Donald Trump, hoy presidente de Estados Unidos, que lo defiende con uñas y dientes.

Lula celebró que Brasil hubiera logrado repeler “un ataque sin precedentes” contra sus instituciones, al condenar a su antecesor a 27 años de cárcel por conspirar con militares y aliados para desconocer su derrota electoral. Presentó ese fallo como una lección para el mundo: “Nuestra democracia y nuestra soberanía no son negociables”. La frase funcionó como advertencia hacia quienes ven en la democracia una herramienta descartable cuando no les conviene.

No era la primera vez que el brasileño apuntaba contra Trump. En agosto, Lula había declarado que, si los disturbios del 6 de enero de 2021 en el Capitolio hubieran ocurrido en Brasil, el expresidente estadounidense ya estaría preso. La comparación, provocadora, buscaba marcar un contraste: mientras en Estados Unidos Trump pudo hacer campaña y ser electo pese a múltiples causas judiciales, en Brasil la justicia condenó a Bolsonaro y lo corrió de la posibilidad de competir en 2026 (cuando Lula busque su cuarto mandato).

Marchas espejo

En la previa al discurso en Nueva York, las calles brasileñas habían dado cuenta de la división interna que vive Brasil. El 21 de septiembre, multitudes marcharon para rechazar la posibilidad de una amnistía que pudiera salvar a Bolsonaro de la cárcel. Decenas de miles de personas en São Paulo, Río y Brasilia exigieron que la condena se cumpla y que no haya perdón para quien intentó socavar la democracia. Las imágenes recordaron al “Ele Não” de 2018, cuando miles se movilizaron contra la candidatura del exparacaidista.

Pero no se trata de una hegemonía social. Meses antes, las movilizaciones a favor de Bolsonaro habían alcanzado magnitudes comparables, con banderas amarillas y verdes reclamando “libertad” para el líder de la derecha brasilera. Es decir, las calles funcionan como un yin y yang: de un lado, quienes ven en Bolsonaro una amenaza institucional; del otro, quienes lo consideran víctima de persecución. Y la grieta brasileña, como la estadounidense, se manifiesta en la capacidad de movilización masiva de ambas veredas.

Las sanciones

En tanto, el choque entre Lula y Trump dejó de ser un asunto retórico para convertirse en una crisis diplomática sin precedentes. Trump decidió imponer un mes atrás aranceles del 50% a productos brasileños y, en un hecho inédito, sancionar bajo la Ley Magnitsky al juez Alexandre de Moraes, presidente del Supremo Tribunal Federal, a cargo del proceso contra Bolsonaro. Incluso la esposa del magistrado fue alcanzada por esas medidas, generalmente aplicadas contra dictadores o responsables de crímenes de lesa humanidad.

El Tesoro estadounidense justificó la decisión alegando que Moraes encabezaba una “cacería política” contra Bolsonaro y sus seguidores. El secretario de Estado, Marco Rubio, fue más lejos y advirtió en redes: “Las togas no los van a proteger”. Para la administración Lula, la ofensiva fue un “ataque directo” a la democracia brasileña. No solo lo dijeron ministros del PT: dirigentes conservadores, como el gobernador de Río Grande do Sul, Eduardo Leite, rechazaron la intromisión extranjera.

El gobierno brasileño respondió con indignación y Lula advirtió en la ONU que “no hay justificación para medidas unilaterales y arbitrarias contra nuestras instituciones” y denunció que la agresión estadounidense pretendía deslegitimar a su sistema judicial.

Choque de narrativas

En la Asamblea General, la tensión quedó plasmada en dos discursos consecutivos. Lula habló de “milicias digitales y físicas” que intentan sofocar libertades, glorifican la ignorancia y restringen la prensa. Trump, en cambio, acusó a Brasil de “censura, represión y corrupción judicial”. En el fondo, cada uno proyectó su propia batalla doméstica: Lula buscó exhibir que las instituciones brasileñas funcionaron frente a un intento de golpe; Trump, que el juicio a Bolsonaro es un espejo de su propia situación, una caza de brujas internacionalizada.

El contraste no pudo ser más evidente. Lula, de 79 años, reivindicó la independencia judicial como el corazón de la democracia. Trump, en cambio, la presentó como un aparato persecutorio (el 90% de los jueces de tribunales federales y la corte le responden al PT). Lula se mostró como estadista global, Trump como abogado defensor de un aliado personal.

Nacionalismo

Paradójicamente, el choque con Estados Unidos terminó favoreciendo a Lula en casa. Su popularidad, que venía en baja por problemas económicos (gasto sobregirado), se reanimó tras la condena a Bolsonaro y la ofensiva de Trump. Muchos brasileños leyeron las sanciones como una agresión externa y cerraron filas en defensa de la soberanía. En ese sentido, Lula aprovechó un recurso histórico: convertir el nacionalismo en capital político.

Las encuestas muestran un repunte de su aprobación y la posibilidad de una candidatura en 2026 ya no parece descabellada (retendría casi en 40% de los votos). Lula logró posicionarse como el dirigente que defiende a Brasil de presiones externas y que garantiza que la democracia resista, aun bajo fuego cruzado.

Brasil y Estados Unidos atraviesan, en el fondo, dilemas similares: cómo lidiar con presidentes de izquierda o derecha que intentan manipular la institucionalidad para perpetuarse. Ambos países sufrieron asaltos a sus instituciones: el 6 de enero en Washington y el 8 de enero en Brasilia. Ambos enfrentan la pregunta de si juzgar a esos líderes refuerza la democracia o profundiza la polarización.

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